En aquel gran reino todo era alegría. Por fin su majestad, la reina, iba a dar a luz a su primogénito. El rey, que no cabía de la dicha, hizo engalanar calles y plazas con todo tipo de adornos, y dispuso que la banda marcial tocara sin descanso hasta la llegada del bebé real. Es que tal acontecimiento merecía una celebración magistral, ya que después de más de dos años de esperar a que su consorte quedara encinta, esto por fin era un hecho. La llegada de un heredero que llenaría de alegría todos los rincones del palacio. Mientras en sus aposentos la reina daba gritos agónicos acompañados por las voces de aliento de la partera; el rey detrás de la puerta se comía las uñas en medio del desespero. Sólo hasta que un berrido indómito sacudió la estancia, el angustiado soberano pudo descansar. “¡Es un niño!”, exclamó una de las criadas al salir. Esa noche en el palacio y el reino todo era felicidad y jolgorio; la pareja real y sus súbdit...