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De la Risa

En aquel gran reino todo era alegría.  Por fin su majestad, la reina, iba a dar a luz a su primogénito.  El rey, que no cabía de la dicha, hizo engalanar calles y plazas con todo tipo de adornos, y dispuso que la banda marcial tocara sin descanso hasta la llegada del bebé real.  Es que tal acontecimiento merecía una celebración magistral, ya que después de más de dos años de esperar a que su consorte quedara encinta, esto por fin era un hecho.  La llegada de un heredero que llenaría de alegría todos los rincones del palacio.
Mientras en sus aposentos la reina daba gritos agónicos acompañados por las voces de aliento de la partera; el rey detrás de la puerta se comía las uñas en medio del desespero.  Sólo hasta que un berrido indómito sacudió la estancia, el angustiado soberano pudo descansar.  “¡Es un niño!”, exclamó una de las criadas al salir.  Esa noche en el palacio y el reino todo era felicidad y jolgorio; la pareja real y sus súbditos por entero festejaban la llegada del pequeño príncipe a este mundo.  “¡Brindemos por el heredero!”, gritaban muchos en coro.
Pasaron los meses y cuando ya estos ajustaban casi dos años, los soberanos se encontraban más preocupados que felices.  Algo malo pasaba con su amado hijo.  El niño no reía.  Nunca en su corta existencia lo había hecho, ni siquiera el más ligero esbozo de una sonrisa.  Aunque, ya balbuceaba algunas palabras, siempre lo hacía de manera seria y un tanto hosca.  Era bastante juguetón, pero aunque tenía todos los juguetes que existían, ninguno de estos lograba hacerlo reír.  “¿Qué pasará con nuestro pequeño príncipe?”, exclamó un día la reina, compungida.  “Jamás había visto un niño con un carácter tan agrio.”, continuó, al borde de las lagrimas.  El rey, ya sin saber qué hacer, mandó a traer a los más afamados bufones de todo el reino y les prometió riquezas inimaginables si le sacaban por lo menos una risita.  Fue en vano, éstos terminaron cansados y frustrados después de agotar todo su repertorio de chistes y monerías ante la severa actitud del pequeño. 
Siguió pasando el tiempo y ya sus majestades se habían resignado a tener al niño más serio de toda la región.  Hasta que una noche, faltando un día para su cumpleaños numero tres, el príncipe, sin razón aparente, soltó el esbozo de una suave carcajada.  Los reyes no lo podían creer, lo mismo que todos los sirvientes que se agruparon en bandada para observar el tan anhelado acontecimiento.  “¡Es un milagro!”, gritó el soberano, alborozado, “¡Mi hijo ha reído!”.
Todos parecían hipnotizados por la cantarina y casi musical risa infantil.  Fueron minutos de un total arrobamiento que envolvió a los habitantes del palacio y al reino por entero más allá de sus fronteras.  El embeleso en el entorno fue a tal punto, que varios pájaros llegaron a las ventanas del palacio, sólo para cantar al ritmo de las cristalinas carcajadas.  
Al día siguiente, la mañana despuntaba mas calmada que de costumbre.  No se encontraba un alma en las calles. Ni siquiera las moscas alteraban el ambiente con su indeseable presencia. Solamente la soledad y el silencio andaban por doquier.  Y esto era porque todos los habitantes, desde sus majestades hasta el último de sus súbditos estaban muertos en sus respectivos aposentos.  Habían dejado de existir con la más exquisita de las sonrisas marcada en sus rostros, mientras sus ojos abiertos y apagados miraban hacia la nada.
Todos fallecieron, a excepción del pequeño príncipe, que reía y reía en medio de sus juguetes.

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