Le habían dicho que no fuera. Haciendo caso omiso a las innumerables advertencias que escuchó, esa noche salió acompañado sólo de una afilada luna menguante, cuyo reflejo era más bien un suspiro. Siguiendo el hipnótico fulgor de un puñado de luciérnagas que le precedía, se internó en el monte. Sin importarle el implacable apetito de aquellos zancudos que parecían murciélagos, continuó firme en su camino. Debía llegar a la ciénaga. Ahí a la medianoche salía la Magua y tenía que verla. Al cabo de un rato se dio cuenta que las luciérnagas se habían ido; la ciénaga estaba frente a él, extensa, revestida por aquella fosforescencia sobrenatural que la noche le brindaba. Se acercó a su orilla y gritó a todo pulmón: “¡Magua!” Nada. Volvió a gritar aquel nombre prohibido. Un viento frío que le llegó a los huesos fue la única respuesta que obtuvo. Cuando se disponía a irse un movimiento en la tranquilidad del agua llamó su atención. ...