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La Magua

Le habían dicho que no fuera. Haciendo caso omiso a las innumerables advertencias que escuchó, esa noche salió acompañado sólo de una afilada luna menguante, cuyo reflejo era más bien un suspiro.  Siguiendo el hipnótico fulgor de un puñado de luciérnagas que le precedía, se internó en el monte.  Sin importarle el implacable apetito de aquellos zancudos que parecían murciélagos,  continuó firme en su camino.  Debía llegar a la ciénaga. Ahí a la medianoche salía la Magua y tenía que verla.  Al cabo de un rato se dio cuenta que las luciérnagas se habían ido; la ciénaga estaba frente a él, extensa, revestida por aquella fosforescencia sobrenatural que la noche le brindaba.  Se acercó a su orilla y gritó a todo pulmón: “¡Magua!”
Nada.  Volvió a gritar aquel nombre prohibido.  Un viento frío que le llegó a los huesos fue la única respuesta que obtuvo. Cuando se disponía a irse un movimiento en la tranquilidad del agua llamó su atención.  Lo que parecía ser la cabeza de una mujer emergió a la superficie profiriendo un horrible chillido que estremeció el ambiente.  Volvió a hundirse y a los pocos segundos mostró una dorada cola de pez que refulgió en la oscuridad. 
Cuenta la leyenda, que el hombre que logre arrancar tan sólo una de las escamas de oro de la cola de la Magua será el más rico de la tierra.  Hasta ahora nadie en aquel pueblo lo había conseguido y a los que lo habían intentado jamás se les volvió a ver.  Pero él, aunque en ese momento le temblara hasta el alma, iba a cambiar la historia.  Con el corazón agitado, entró a la ciénaga y nadó hasta llegar al sitio donde la había visto.  Se sumergió tratando de verla en la turbiedad de aquellas aguas, y ahí estaba, mirándolo, como retándolo a un duelo.  Ella esperaba que la persiguiera, como quizá habían hecho los otros, pero no lo hizo, se quedó quieto, todavía podía aguantar un poco más la respiración.  La Magua se acercó, la imagen de su cabello enmarañado lleno de lama y sus ojos de reptil, le aterrorizaron.  Estaba frente a él, muy cerca.  En ese momento, sin saber de dónde sacó el valor, besó aquellos labios tan fríos como los de un muerto y puso su mano en una de esas gélidas tetas.  Aprovechando la sorpresa por parte de ella, con la otra mano arrancó rápidamente una escama de su resbaladiza cola y nadó hacia la superficie con todas sus fuerzas, acompañado por el espantoso chillido que lanzaba aquella criatura.  No sabía cómo, pero llegó a la orilla; estaba asustado y al mismo tiempo lleno de alegría, en su mano abierta destellaba la escama de oro; iba a ser muy rico.
Se sentía cansado y la ropa húmeda le molestaba, decidió desnudarse y se tumbó en el suelo.  Pudo ver encima de él otra vez a las luciérnagas revoloteando, listas para escoltarlo de regreso.  Pero un cansancio infinito le embargaba, tenía todos los músculos del cuerpo rígidos, no podía moverse y la respiración se le dificultaba.  Con horror comprendió que estaba muriendo.  Las luciérnagas desistieron al fin, perdiéndose en la oscuridad de los matorrales.
A la mañana siguiente dos pescadores se sorprendieron al ver en la orilla de la ciénaga el pescado más grande que jamás habían visto en su vida.  Al abrirlo para empezar a componerlo, se dieron cuenta, maravillados, que en lugar de tripas sólo había miles y miles de pepas de oro.

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