Luego de avanzar un buen trecho, parecía que habían transcurrido horas, descubrió que por ahí pasaba un riachuelo. Qué bueno, dijo para sí, pensando en refrescarse un poco. Se sentó en una de las rocas que estaban en la orilla y metió las manos en el agua cristalina. Estaba fría, la temperatura indicada para el calor que estaba haciendo. Sentía que la cabeza le daba vueltas, la piel le ardía y un cansancio agobiante lo agobiaba; debió haberse insolado, pensó. Con placer se mojó la cara y el cuello y hasta tomó un sorbo. De pronto, se dio cuenta que una mancha de color rojo iba siguiendo el curso de la corriente. Sobresaltado se puso de pie. Aquello parecía ser sangre. Comenzó a caminar por la orilla buscando el origen de la misma. A medida que avanzaba, el agua se tornaba de un rojo más oscuro. En esa parte del riachuelo, éste pasaba debajo de un viejo puente lleno de vegetación y ramas secas que se enredaban en la corriente. Justo allí, medio escondido, estaba lo que Luís nunca pensó encontrar en su vida. Aterrado, vio el cuerpo de una mujer. Se acercó más, entrando en el agua para ver mejor, y observó que tenía un corte profundo en el cuello, del cual salía mucha sangre. Con pánico, comprendió que acababa de ser asesinada y que su verdugo aún debía estar por ahí. No sabía el por qué, pero aquella mujer le parecía familiar. El pelo se le erizó al ver que algo se movía detrás de las ramas secas donde estaba el cadáver. Creyó ver como una oscura silueta emergía blandiendo un gran cuchillo en su mano. Mientras corría como un loco en medio de aquel hermoso bosque, la tarde ya se avecinaba. De repente, se encontró con alguien, quizás su perseguidor; la ansiedad y la paranoia lo cegaban al punto de no saber a quien se enfrentaba. Luchó, peleó con todas sus fuerzas. Después de un angustioso forcejeo se escuchó un grito de dolor. Su víctima cayó al suelo agonizante. Tratando de recuperar el aliento pudo darse cuenta de quién se trataba. Era Juan, su amigo, quien con las manos al cuello trataba de impedir infructuosamente que la vida se le escapara por la brecha abierta en su yugular. Con horror, Luis se percató que era él mismo quien llevaba en su mano derecha un enorme y sangrante cuchillo.
De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamar...
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