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A escondidas

El estrépito del jarrón al romperse pareció remover toda la casa hasta los cimientos.  No sabía por qué había sonado tan fuerte.  Ahora su madre la castigaría.  No quería que lo hiciera.  Casi siempre era con unos fuertes correazos que le dejaban las piernas todas moradas.  Debía esconderse.  Era lo único que podía hacer. ¡Ofelia! La escuchó gritar su nombre desde la cocina.  Rápidamente, subió las escaleras y entró en su habitación.  Su madre seguía gritando. ¡Cuantas veces te he dicho que no juegues dentro de la casa! Eres una niña malcriada. Ya verás cuando te agarre.  Oyó sus pasos subiendo por las escaleras y se asustó.  Quiso meterse dentro del armario.  Pero lo pensó mejor.  No le gustaba ese armario.  Era enorme y sombrío, como un ogro de pesadilla.  Además por las noches se sentían ruidos extraños salir de ahí.  Y no eran ratas.  En esta casa no había ni cucarachas.  Todos esos bichos le tenían terror a su madre.  Ésta siempre le decía que ella estaba loca por creer que había algo dentro de aquel viejo mueble.  Pero, para la pequeña ese armatoste sí guardaba en su interior algún oscuro y horrible.  De reojo, vio la cama. Ahí se escondería. Apresuradamente, se metió debajo.  Aunque el cubrecama no llegaba al piso, era un buen escondite.  Su madre no podía inclinarse, tenía la espalda lastimada.  Así que le sería difícil atraparla.  Ella, ya estaba allí.  Pudo ver sus pies encaramados en aquellos horribles tacones rojos que tanto le gustaba ponerse.  Ofelia.  Sé dónde estás.  Sal inmediatamente de ahí debajo.  No creo que estés en el armario.  Le tienes miedo.  Si no sales en cinco segundos te encerraré en él toda la tarde. Algo espantoso debe vivir allí dentro. Algo que devora a las niñas malas como tú.  La escuchaba hablar en aquel tono burlón, mientras abría de par en par las puertas del aparatoso mueble.  Como ya te habrás dado cuenta en el lado izquierdo cabe perfectamente una niña malcriada de nueve años. Así que, tú eliges, voy a empezar a contar: Uno... Con el corazón en la boca, la niña veía esos tacones rojos ir y venir esperando a que ella saliera.  Dos… ¿Qué debía hacer? Prefería ser azotada a ser encerrada en ese armario.  Tres… Además, pensándolo bien, allí debajo de su cama estaba muy frío y lúgubre.  Cuatro… Hasta olía mal.  Como a un animal muerto. ¿De dónde venía ese olor?  Cinco… Resignada, iba a salir cuando de pronto, sintió que no estaba sola en su improvisado escondrijo. Algo extraño hacía presencia allí junto a ella.  Estaba justo a su lado, agazapado, a la espera.  Aunque no sabía qué era, se notaba de tal forma que la sofocaba.  Su cercanía le erizó el cabello. De repente, sus ojos  se fijaron en el armario, desde ese punto podía ver la parte de abajo.  Justo ahí, más allá de las rectas patas de madera, dos pequeñas luces rojizas, cual malignos ojos, se movían en la densa oscuridad, parecían acercarse más y más.  Paralizada de terror quiso gritar.  Pero no pudo.  Un aire helado, como una especie de fría tenaza, tapó su boca.  Le costaba respirar. ¡Ofelia! Oía a su madre gritar. ¡Sal inmediatamente, niña!  Ahora verás.  Así me termine de joder la espalda te sacaré de ahí.  En un instante vio su severo rostro asomarse debajo de la cama.  ¿Ofelia?  Pero, parecía no verla.  Sus ojos buscaban y buscaban en ese espacio, sin embargo, para la colérica mujer allí solo había algunos zapatos, una vieja muñeca y algo de polvo; mientras ella moría de pánico frente a sus narices.  En un último esfuerzo, pudo zafarse de aquella mordaza invisible y gritó con todas sus fuerzas.  En ese momento, la mujer reaccionó, al parecer pudo verla.  O eso creyó la niña.  Que podía verla junto a ese algo aterrador.   Quiso volver a gritar.  No alcanzó a hacerlo.  Esa presencia siniestra se abalanzó sobre ella, asfixiándola.  Vio que su madre hizo un gesto con sus labios, como de resignación, apartando su cara de allí.  La oyó lanzar bufidos e improperios al levantarse con mucho esfuerzo.  Vio, entre lágrimas de angustia, los tacones rojos detenerse frente al armario, para después de una breve pausa, salir del cuarto.  Luego, ya sin aliento, la escuchó silbar una canción al bajar por las escaleras.  Aquella que siempre silbaba después de castigarla. 

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