Sólo
al bajarse del taxi que lo traía de nuevo al pueblo que lo vio nacer, con el
único objetivo de visitar a su abuelo, Ernesto pudo darse cuenta del hermoso
paisaje que rodeaba la cabaña donde vivía el viejo. La suave brisa de la ribera del río acariciaba
sin cesar las copas de los árboles. El
calido sol de la mañana cubría la majestuosidad de la montaña a cuya falda
algunos habitantes habían construido sus casas para alejarse de la creciente
algarabía del pueblo. Al llegar a la
casa de su abuelo, se asomó por una de las pequeñas ventanas que daban a la
sala y no vio a nadie. Decidió ir a la
parte de atrás de la casa. Esperaba
encontrar la puerta abierta, como acostumbraba dejarla el anciano. Y así la encontró. Lentamente, entró a la cocina y se detuvo un
momento al ver la alacena que de niño solía asaltar para llevarse uno de los
frascos de vidrio llenos de miel que su abuelo guardaba con recelo. Sonrió con nostalgia al verla ahora llena de
comida enlatada.
Se
dirigió al comedor y de ahí a la sala.
Se quedó un rato en medio de aquellos muebles antiguos y las gastadas
cortinas, rodeado de gratos recuerdos.
En ese momento su mirada se detuvo en un punto en la pared. Ahí estaba colgado su diploma de bachiller;
estaba un tanto amarillento y era razonable, hacía mucho tiempo de eso. Se acordaba muy bien como el viejo lleno de
orgullo lo había mandado enmarcar. Dio
un vistazo en las dos habitaciones. Ahí
no encontró a nadie, sólo más recuerdos.
Regresó a la sala, abrió la puerta y salio al ancho corredor que rodeaba
la casa. No había ninguna persona en los
alrededores, todo estaba tan silencioso que se podía escuchar el aleteo de una
mariposa.
De
repente, vio al abuelo sentado en su adorada silla de madera oscura, bajo el
sauce llorón. Esa imagen era como una
fotografía viviente. Desde niño siempre
vio la misma imagen cuando llegaba de visita.
Con lentitud se acercó, mientras una lagrima se le escapaba. El anciano no se percató de su presencia
hasta que se detuvo a su lado. Alzó la
mirada y le sonrió serenamente.
—¿Dónde
están todos, Ernestico? — le preguntó con voz frágil.
—
Están en tu entierro.
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