Su sombra acartonada era mucho más humana que él mismo, hasta tenía aquel brillo especial de su sonrisa; algo que ya parecía un gesto olvidado, relegado al más oscuro recoveco de su mente. Caminaba como un autómata por una de las lúgubres calles de aquella ciudad desahuciada, sin importarle la tenue llovizna que caía, lo que ya era una húmeda costumbre nocturna. Eran más de la diez de la noche, y el ansía agobiante que palpitaba en sus entrañas comenzaba a reclamar por lo suyo. ¿Por qué?, se preguntó con una mezcla de terror y placer, ¿por qué su destino era aquel? ¿Por qué debía soportar aquella necesidad insaciable, esa búsqueda asfixiante de una paz interior que no podía alcanzar?
Al parecer sus oscuros deseos habían sido escuchados,
porque pudo ver como una mujer aparecía al otro lado de la calle. Ésta caminaba nerviosa, agitada, presintiendo
quizá su malévola cercanía. Aceleró el
paso hacia ella; ya era hora de saciar su alma.
La mujer, temerosa, había notado que un hombre de
aspecto extraño cruzaba la calle y caminaba a pocos metros de ella. Rogó porque
no fuera un ladrón o uno de esos policías encubiertos. Casi corriendo volteó
por una esquina hacia otra avenida igualmente solitaria; no sabía el por qué,
pero tenía miedo, a pesar de que ella hacía ese mismo recorrido todas las
noches en busca de dinero, dinero sucio, manchado por la pérdida de su dignidad
y humedecido por el sudor del cansancio de su trajinado cuerpo. Odiaba esta vida, pensó con amargura,
mientras buscaba sin conseguirlo su calle, el punto estratégico donde
convergían todos sus pesares. Aliviada,
se dio cuenta que el hombre que la estaba siguiendo había desaparecido. Volteó
por otra esquina y se encontró con un callejón sin salida; pero… ¿cómo?, se
extrañó, ese callejón no debía estar allí, estaba segura de que en su lugar
seguía era una calle, ¿o se equivocó de ruta?; maldita ansiedad, ya no la
dejaba pensar claramente.
Sintió un golpe de terror sacudirle el cuerpo al ver
aparecer sobre la húmeda acera una alargada sombra unos centímetros más abajo
de la suya. Pareció que los segundos
eran eternos mientras se daba la vuelta y veía un centelleo metálico rasgarle
las pupilas; sus rodillas flaquearon y cayó al suelo.
Por fin, pensó él, ahí estaba su anhelado trofeo, la
ansiada recompensa a su desesperada y constante búsqueda. Sentía que sus venas iban a explotar, su
corazón latía apresurado al ver aquella imagen casi surrealista, aquel cuerpo
estremeciéndose en los últimos embates de agonía, mientras la vida se le
escapaba a raudales por la profunda brecha en su cuello. Puedo ver su traquea, pensó, mientras
limpiaba la sangre de su afilada navaja.
Lentamente, se inclinó, apoyando una rodilla en la acera mojada y tomó a
la moribunda mujer por los hombros, al hacerlo la herida se abrió aún más. “Si,
puedo verla”, dijo suavemente. La mujer
quiso hablar, pero borbotones del rojizo líquido saliendo de su boca lo
impidieron, sólo alcanzó a apretar con algo de fuerza el brazo de su
verdugo. Él se fijó en sus ojos, un
lánguido brillo aún luchaba por no extinguirse, su mano, exánime, le soltó el
brazo, mientras todo su cuerpo se volvía rígido y de una palidez fantasmal;
había llegado el momento, despacio puso su nariz cerca a la boca de la
moribunda y aspiró profundamente. Hace
mucho tiempo había leído en un libro muy antiguo heredado de su abuelo, que al
morir, el alma de las personas salía por la boca, en la última exhalación; y
era cierto, lo había comprobado por sí mismo.
Su propio padre, un practicante de lo oculto, le había transmitido un
don sobrenatural. De alguna manera, él
era capaz de absorber el alma de su víctima y visualizar en pocos segundos los
hechos más trascendentales en la vida de ésta, desde su nacimiento hasta su
muerte. Eso se había convertido en su
droga, en una macabra forma de existir, en una búsqueda inexorable de su propio
sosiego.
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