Ahora me enfoco en sus ojos, dos hermosas entradas a la perdición sin remedio. Quisiera que me miraran a mí, no a la cámara. De las tres veces que ha venido a mi estudio, nunca ha mirado directo a los míos. Para ella sólo soy un simple fotógrafo, el medio a través del cual hace soñar a miles cuando ven su imagen plasmada en revistas y periódicos.
Ahora le pido que se acaricie el cabello. Lo hace con una lentitud torturante. Cómo quisiera ser esa mano que toca aquella magnifica cabellera dorada, como los rayos del sol. De pronto, la veo corriendo desnuda en medio de un campo de flores. Yo estoy allí y la espero impaciente. Ella se acerca casi flotando en medio de un rumor de bosque virgen. Alza sus brazos hacia mí. Veo su resplandeciente rostro, enmarcado por la incandescencia de sus ahora flamígeros cabellos. Es un rostro sin ojos. Aquel hermoso par de joyas color café no estaban. No tenía sus ojos para mirarme el alma. De nuevo, me concentro en el último flash. Ella me hace, o mejor dicho, le hace un guiño pícaro a la cámara con su ojo izquierdo y tomo la foto. Con un rápido movimiento se levanta del sillón donde estaba sentada y se dirige a la habitación contigua a cambiarse lanzándome una sonrisa impersonal. Lo único que sé de ella es su nombre y su edad. Se llama Laura, con dieciocho años de perfección hecha carne y hueso. Y no tiene ojos para mí.
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