La grisácea superficie donde se encontraban invitaba a seguir la caminata. Abuelo y nieto se deleitaban admirando la oscura inmensidad de la bóveda celeste, rasgada de vez en cuando por el fugaz centelleo de un meteoro furtivo. El anciano, agradecía el que aquella enorme y transparente cúpula que cubría a la ciudad, no se empañara nunca y así poder seguir admirando la belleza de aquel espacio infinito. El niño, embelesado, trataba de contar cuantas estrellas alcanzaba a ver. De pronto, su curiosa mirada se detuvo en la rojiza brillantez de un cuerpo estelar que le ganaba en tamaño a los demás.
-¿Por qué está rojo? – preguntó el niño, señalando hacia arriba.
-Ah, te refieres a Umbra. Ese es nuestro satélite, y el color es debido a que toda su corteza y las capas profundas se desprendieron cuando sucedió la gran hecatombe, quedando sólo su núcleo, que es muy caliente. Es como un pequeño sol.
-¿Qué es hecatombe?
-Una hecatombe es una terrible catástrofe. Eso fue lo que ocurrió con Umbra. Hace mucho tiempo, casi un milenio atrás, era un planeta hermoso, lleno de vida y de muchos habitantes. Éstos eran muy inteligentes, pero la ambición y las ansias de poder embargaron a muchos, trayendo como consecuencia su autodestrucción. Algunos, los más privilegiados, pudieron escapar a otros mundos, así como éste en donde nos encontramos ahora. Nuestros ancestros son originarios de allí, y es posible que nosotros carguemos con esa semilla de la discordia. Ojalá que todavía nos falte mucho para terminar como ellos, los extintos pobladores de Umbra. Mi padre me contaba que los antiguos llamaban a ese mundo: Tierra, el planeta azul.
El niño tomó de la mano al abuelo y con un gesto triste en su mirada le indicó que quería irse. A paso lento, retomaron el camino a casa, una pequeña vivienda ubicada en una de las blancas y asépticas edificaciones que se asentaban en la periferia de aquella metrópolis lunar, enclavada en las pálidas arenas del Mar de la Tranquilidad.
Cuento publicado en la revista digital miNatura #119
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