Debí
haberme ido con todos. Sólo alguno que
otro habitante del pueblo seguía en él. Los
gritos de terror ahí afuera me lo confirmaban. Varias explosiones, seguidas de disparos,
adornaban aquella noche de pesadilla. No había luz eléctrica, y para rematar
había empezado a llover. El calor
acostumbrado, ahora se haría más agobiante. Rodeado de tinieblas, me incorporé en la cama, me levanté
y abrí un poco la ventana. Una brisa olorosa a lluvia me refrescó por un
instante. Dejaría la ventana así, el calor era demasiado. Ya me importaba un carajo que se dieran cuenta
que aún estaba aquí, en mi casa. No
tenía sentido huir o esconderse. Ya
estaba muy cansado. Si querían apoderarse
del pueblo y matarnos a todos, pues que lo hicieran. Tarde o temprano eso iba a ocurrir. Bostecé largamente, tratando de recordar el
extraño sueño que había tenido. Fue muy raro, yo iba como volando, como
impulsado por una fuerza invisible, que me llevaba cada vez más arriba, hacía
el infinito; y un sonido, como de alas fragorosas, inundaba todo aquel entorno surreal
propio de los sueños. El fugaz centelleo
de un relámpago que iluminó por un momento la oscura calle, junto con el
estallido de un trueno, interrumpieron mis cavilaciones. Por un segundo pude
ver a una mujer corriendo despavorida. Tres
hombres armados con fusiles la perseguían. La oscuridad que siguió me impidió ver lo que
pasó después, afortunadamente. Pero, si
escuché sus gritos de angustia y luego la ráfaga de balas, cual melodía
infernal. Pronto, ellos llegarían aquí,
a esta casa, ya mi destino no tenía reversa. Pensé en Sara.
La recordé así, de pronto. Cuanta
falta me hacía. Si ella aun viviese, mi
existencia tendría algún significado, hasta valdría la pena luchar; pero ahora
ya nada tenía sentido. A tientas me dirigí a la cocina y busqué en la alacena,
encontré la caja de fósforos y una vela. La encendí y salí hacia la pequeña sala.
El escueto mobiliario consistía en dos
gastados sillones y una minúscula mesa. Me
acerqué y puse la vela en el candelero que allí se encontraba. Por un momento, me quedé mirando mi sombra. Así, alargada por la llama que la proyectaba
sobre la pared, parecía extraña, ajena, casi fantasmal. Sabía que, en realidad,
eso era en lo que me estaba convirtiendo, en una especie de espectro; en un
ente sin razón de ser; en una copia de mi propia sombra. Sentí un remezón en el pecho que me
estremeció. Algo muy dentro de mi cabeza
comenzó a sonar, era como una especie de voz, un aullido sobrecogedor que
clamaba mi nombre desde el más recóndito recoveco de mi cerebro. Casi grité de angustia, tratando de
acallarlo. Fui hacia a una de las
ventanas, intrigado por el repentino silenció que ahora embargaba al pueblo. La pertinaz lluvia se negaba a extinguirse y la luz de los
rayos mostraba unas calles más solitarias que nunca. No se escuchaba el más leve sonido, aparte de
los truenos. De pronto, aquella súbita calma
fue interrumpida por gritos de gente que iba en estampida. Un oportuno relámpago me dejó ver a varios de
aquellos hombres armados corriendo aterrorizados, huyendo de quien sabe qué
cosa. Apartándome de la ventana me
pregunté qué estaría ocurriendo. Otra
vez un denso silencio se apoderó del ambiente. Sólo escuchaba el enloquecido
latir de mi corazón. Aquel desdén que
sentí al principio hacia todo lo que estaba sucediendo poco a poco se iba
convirtiendo en miedo, en un pánico asfixiante.
La respiración se me fue de repente al escuchar unos fuertes golpes en
la puerta. Luego, de nuevo más silencio.
Una larga pausa que me hizo sudar frío. Quedé
paralizado cuando en medio de un estrépito la puerta se vino abajo. La oleada de viento que entró apagó la vela,
quedando todo en la más espesa oscuridad. El fogonazo de un rayo dejó ver frente a mí a
dos altos y fornidos hombres. Segundos después,
en las tinieblas, vi sus ojos, parecían encendidos, como brasas. Creí que la cabeza me iba a estallar. Uno de ellos se me acercó y dijo: “Es él”. No sabía el por qué, pero esa potente voz me
parecía conocida. Ya la había escuchado,
o más bien, la había sentido palpitar dentro de mi cabeza. Antes de que todo se desvaneciera pude darme
cuenta que un par de inmensas alas salían de la espalda del recién llegado, parecían
azules con el destello de los relámpagos.
De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamar...
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