Reunidas en la
cima más elevada bajo el cielo infinito, y bañadas por una fantasmal luz de
luna, tres hermanas debatían acaloradamente
cuál era, en última instancia, la recompensa a su peculiar y laborioso trabajo. Sus voces firmes, acompañadas de un hálito de
otros tiempos, llegaban cada vez más lejos, más arriba de los brillantes
astros, donde sólo los sempiternos podían escucharlas.
—No sé por qué son tan desagradecidas, por lo menos tenemos en qué ocupar
nuestras monótonas vidas. — dijo una, mientras hilaba una larga y delgada hebra
de lana en una rueca.—Monótona. No me gusta esa palabra, suena raro. — exclamó, otra de ellas, tratando de medir dicha hebra con una vara.
—Tú y tu manía con las palabras. Estamos hablando de algo tan trascendental para nosotras y sales con eso. No hay derecho. — replicó, la mayor de las hermanas, severamente.
—Trascendental. Esa me parece… más o menos.
—Y dale con lo mismo. Por qué más bien no terminas de medir ese hilo de una vez. Es que sólo te gusta perder el tiempo. — le reclamó, furiosa.
—Hermana, ya, tranquilízate. —dijo, la de la rueca— Vamos a calmarnos. Al fin y al cabo, ya llevamos tanto tiempo haciendo lo mismo que da igual si hay beneficio o no en esta tarea. Nuestro padre nos la impuso y solo nos resta obedecer.
—Qué tranquilízate ni que nada. Tú y tu sumisión me llegan a exasperar tanto. —le espetó con acritud. — ¿Es que no te cansas de ser hilandera por siempre?
—Sumisión. Exasperar. Más palabras feas. — insistía, la de la vara.
—¡Bueno, ya basta con eso! —gritó, la mayor— ¿Será que ya está lista esa medida?
—Ya, aquí la tienes. —dijo, entregándole el hilo— Ahí donde se ve la marca roja es que tienes que cortar.
—Casi que no terminas. — la miró duramente, mientras sacaba de entre sus ropas unas magnificas tijeras de plata.
—Átropos, espera. Antes de que lo hagas, quiero decirles algo. —exclamó, la de la rueca— Los vientos desde todos los puntos cardinales me han traído el rumor de que nuestra jubilación está cerca.
—Rumor. Jubilación. ¿Es que no saben decir palabras bonitas?
—¿Hasta qué punto serán ciertas esas habladurías? — preguntó, la mayor, mientras miraba su reflejo en las brillantes tijeras.
—No lo sé. —contestó, la de la rueca— Que yo sepa, cambiar el destino que nos tocó sólo está en manos de nuestro padre. Pero, como ya les dije, es un rumor.
—Bueno, si fuese verdad, y aunque ustedes no lo crean, me daría cierta nostalgia dejar de hacer esto, así sea aburrido y repetitivo.
—¡Al fin! Nostalgia. Esa sí es una bella palabra, Átropos, te felicito.
—Tu obsesión por los vocablos ya llega al absurdo. — le dijo, tajante.
Hizo un gesto de resignación, y con un rápido movimiento cortó el largo hilo de lana con las tijeras, las cuales lanzaron un destello fulminante. Las tres hermanas se miraron fijamente, sin ocultar sus emociones. Una lloró, otra sonrió, y la mayor de ellas sólo esperó, viendo de reojo como la hebra cortada tomaba un tenue color oscuro.
En ese mismo instante, en la culminación de aquellos segundos eternos, murió el último ser humano que existía sobre la faz de la tierra.
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