La tranquilidad del bosque nocturno se vio
interrumpida por una aparición abominable.
Su clamoroso rugido rasgó el silencio impasible, al tiempo que sus
encendidos ojos buscaban cualquier presa para calmar aquel ansia que le removía
las entrañas. Cerca de ahí, la bestia
pudo ver luz en una pequeña cabaña medio escondida entre los matorrales. Con sigilo se acercó entre la oscuridad,
acompañada del gruñir desesperado de sus tripas. Observó a través del vidrio de la ventana que
una chica joven, casi una niña, atizaba el fuego en la chimenea. Salivó profusamente al imaginar aquella
tierna carne entre sus dientes.
La jovencita levantó la vista del fuego al escuchar que tocaban en la puerta. Se acercó y preguntó que quién era, al no recibir respuesta trató de ver por la ventana, pero no alcanzó a distinguir cosa alguna. De nuevo se escucharon los toquidos. Ésta vez alguien dijo: “Abre.” La mirada de la chica cambió, algo brilló en su interior, pero de todas formas obedeció. La puerta solo alcanzó a estar medio abierta, la jovencita solo vio algo enorme y oscuro abalanzarse sobre ella. Luego, el caos. Gritos y gruñidos se acompasaban en espantosa sinfonía, junto con el sonido de la carne al rasgarse y los huesos astillarse. Cerca de la horrenda escena, a tres metros quizás, una adorable anciana era testigo del sangriento hecho sentada apaciblemente en su mecedora. Tenía los ojos cerrados, pero escuchaba con toda claridad aquella amalgama de ruidos aterradores, como si algo infinitamente maligno se estuviese dando un festín. Con lentitud abrió los parpados, sus ojos destellaban, mientras una afilada sonrisa retorcía sus viejos labios. “Así, así… tal como te enseñé,” decía riendo al ver a su nieta, quien iluminada por las llamas de la chimenea, devoraba con ansias el corazón aún palpitante de la bestia muerta a su lado. Al terminar de tragar el último bocado, se inclinó y siguió hurgando, mordiendo en la cavidad abierta y sangrante; mientras el fuego, aquel cálido fuego, se reflejaba en sus rojizas pupilas. La abuela se levantó; acercándose lentamente a la chica, acarició con ternura sus negros cabellos, y en el acto se unió con ferocidad al banquete.
La jovencita levantó la vista del fuego al escuchar que tocaban en la puerta. Se acercó y preguntó que quién era, al no recibir respuesta trató de ver por la ventana, pero no alcanzó a distinguir cosa alguna. De nuevo se escucharon los toquidos. Ésta vez alguien dijo: “Abre.” La mirada de la chica cambió, algo brilló en su interior, pero de todas formas obedeció. La puerta solo alcanzó a estar medio abierta, la jovencita solo vio algo enorme y oscuro abalanzarse sobre ella. Luego, el caos. Gritos y gruñidos se acompasaban en espantosa sinfonía, junto con el sonido de la carne al rasgarse y los huesos astillarse. Cerca de la horrenda escena, a tres metros quizás, una adorable anciana era testigo del sangriento hecho sentada apaciblemente en su mecedora. Tenía los ojos cerrados, pero escuchaba con toda claridad aquella amalgama de ruidos aterradores, como si algo infinitamente maligno se estuviese dando un festín. Con lentitud abrió los parpados, sus ojos destellaban, mientras una afilada sonrisa retorcía sus viejos labios. “Así, así… tal como te enseñé,” decía riendo al ver a su nieta, quien iluminada por las llamas de la chimenea, devoraba con ansias el corazón aún palpitante de la bestia muerta a su lado. Al terminar de tragar el último bocado, se inclinó y siguió hurgando, mordiendo en la cavidad abierta y sangrante; mientras el fuego, aquel cálido fuego, se reflejaba en sus rojizas pupilas. La abuela se levantó; acercándose lentamente a la chica, acarició con ternura sus negros cabellos, y en el acto se unió con ferocidad al banquete.
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