Ir al contenido principal

El designio


Un oscuro presagio le quitó el sueño a Libia, era como una bruma siniestra que se enredaba en su cerebro, invadiéndolo por completo. Aquel súbito despertar la llenó de incertidumbre.  Ya eran varios los días que llevaba así, agobiada por tanta angustia, que le interrumpía el sueño constantemente. Empezaba a pensar que ese pesimismo que la asediaba traería alguna consecuencia.  Se reprochó su acostumbrada tendencia a la fatalidad y se santiguó. Miró hacia la cama donde dormía Julia, su hija de doce años.  Estaba vacía.  Extrañada, se levantó con rapidez.  La niña no tenía clases hoy, no necesitaba madrugar.  Miró su reloj de pulsera.  Eran las seis y media.  Se percató que la puerta de atrás, la que daba al patio, se encontraba abierta. Afuera se escuchaba un ligero rumor de hojas secas.  El viento silbaba lúgubre, estremeciendo el techo de hojas de zinc.  Fue a asomarse, y ahí la vio.  Estaba bajo el palo de mango.  Tenía los ojos cerrados y los brazos extendidos al frente.  Parecía en trance, como hipnotizada.  En sus manos un pequeño pájaro cantaba con firmeza, casi furibundo.  En ese momento, otro pájaro se posó sobre uno de sus hombros, después otro voló hasta sus pies, y luego otro, y otros más volaban y se posaban por todos los rincones del lugar.  Libia, jamás había visto tal cantidad de pájaros en su vida, y menos reunidos en el patio de su casa.  El trino ensordecedor de todos juntos estaba a punto de enloquecerla.  De repente, callaron. 
Un silencio perturbador se apoderó del ambiente.  De nuevo, se escuchó un trinar, pero esta vez era un solo pájaro; su cantar era suave, melancólico.  Libia trató de buscar entre la multitud de coloridas aves, cuál era la que cantaba de forma tan hermosa y a la vez tan triste.  Quedó estupefacta al darse cuenta que el bello sonido salía de la boca de su hija.  Julia,  abrió los ojos, pareció ver a su madre y su canto se detuvo.  Lanzó un alarido agudo y se desplomó en el suelo.  Los pájaros huyeron en desbandada en un poderoso fragor de alas y colores destellantes, dejando una estela de polvo y hojas marchitas suspendidas en el aire.  Libia, corrió hacia donde estaba la niña, la alzó y llevándola en brazos entró al cuarto acostándola en la cama.  Presurosa, se disponía a ir a buscar al único medico del pueblo, cuando Julia despertó de su inconsciencia.
—No hay tiempo para nosotros — dijo con la mirada perdida, como buscando un algo invisible en el entorno.
Sorprendida por aquellas palabras, Libia sólo alcanzó a abrazar a su hija con fuerza.  La sintió temblorosa, muy frágil, casi no tenía peso.
—No hay tiempo para nosotros.  Ellos me lo dijeron — exclamó la niña sollozando.
—Ya, mi amor, tranquilízate.  Estás un poco confundida por el desmayo.
Julia, ahora lloraba incontrolablemente.  Era como si un dolor muy grande la afligiera.
En ese instante, la niña volvió a quedar inconciente.  Asustada, la recostó de nuevo y la arropó.  Iría a buscar al medico.  Miró su reloj, y con sorpresa vio que ya eran pasadas las nueve.  Pensando que el reloj estaba descompuesto, no le prestó atención, sólo se vistió rápidamente y salió a la calle.
Afuera, no corría la más leve brisa.  Las hojas de los árboles estaban estáticas, dándoles a estos un aspecto de fotografía gigante.  Sintió frío.  Aceleró el paso.  Intrigada, vio que algunas personas miraban hacia arriba y señalaban.  Levantó la mirada, y tuvo que detenerse.  El cielo se vestía de un insólito color naranja.  Estaba despejado, límpido, no había ni una sola nube.  El sol lucía apagado, moribundo, se podía ver directamente sin molestias.  Los rayos que emitía eran pálidos, mortecinos y le daban una tonalidad sepia a todo.  Alrededor de él, un inmenso anillo purpura lo circundaba, amenazante. 
De pronto, un trueno ensordecedor retumbo por todo el ambiente, fue tan fuerte que algunas personas cayeron al suelo.  Al cabo de unos segundos un espantoso silbido se escuchaba por doquier, obligando a la gente a taparse los oídos, era tan agudo que algunos empezaron a gritar desesperados, entre ellos Libia.  Las palabras de Julia retumbaron de pronto en su cabeza, haciendo eco en sus propios temores.    
Cual reguero de pólvora encendida, el miedo comenzó a apoderarse del pueblo.  La gente corría desesperada, unos hacia la iglesia, otros con algunas pocas pertenencias se disponían a huir, pero sin saber a dónde.  Libia, se encontraba tan aturdida que no sabía qué hacer.  Ya ni recordaba dónde era que vivía al que estaba buscando.  Hasta había olvidado a quién era el que buscaba.  Se sentía confundida, como si tuviera un gran espacio en blanco en su cerebro.  No alcanzaba a entender la absurda situación que estaba viviendo junto con todas aquellas personas, que intempestivamente esperaban un destino catastrófico para todos ellos ese día.  En ese momento, comprendió afligida que aquella búsqueda no tenía sentido.  Debía regresar con su hija, tenía que estar con ella si todo iba a llegar a su final. 
Cuando aquel inclemente pitido cesó, Libia, vio a su alrededor a las otras personas dando vueltas en círculo y actuando de forma incoherente.  A lo mejor la locura, era el principio del fin, un abrebocas para el desastre que se avecinaba, pensó.  Miró hacía arriba, viendo  como aquel anillo infernal aumentaba su grosor consumiendo inexorablemente al sol, tal como lo estaba haciendo con la cordura de todo el pueblo.  Entonces fue que los vio.  Enmarcados en aquel cielo anaranjado, todos los pájaros del mundo emigraban hacía un destino incierto.  Como una nube infinita, miles de ellos escapaban de un designio que ya sabían por adelantado.  Libia se sintió tan desolada que no pudo evitar ponerse a llorar.  Empezó a correr con todas sus fuerzas, antes de que olvidara también el camino de regreso a su casa.
Al llegar entró con cuidado para no despertar a Julia.  El viejo reloj de pared marcaba las cuatro de la tarde. Imposible, no estuvo ni una hora afuera. Hasta el tiempo había enloquecido, pensó abatida.  Se dirigió al cuarto.  La niña no se encontraba allí.  La llamó, buscándola en el baño.  Nada.  Preocupada, salió al patio. Tampoco había rastro de ella.  Gritó su nombre varias veces.  No hubo respuesta.  “Julia, ¿Dónde estas?”, exclamó con angustia.  El sonido de un fuerte aleteo sobre su cabeza la hizo mirar hacia arriba.  Ahí, justo encima de ella un enorme pájaro volaba mirándola fijamente.  Parecía querer acariciarla con sus alas.  El ave se posó sobre el suelo y sin dejar de observarla comenzó a cantar.  Libia sintió una punzada en el pecho al recordar aquel hermoso trinar, suave y melancólico.  Los oscuros ojos del ave le eran tan familiares que le transmitían una gran ternura.  Trató de esbozar una sonrisa, pero sólo le alcanzó para mostrar un rictus de amargura en sus labios.  De pronto, toda aquella cantidad de recuerdos malos y buenos en los que se resumía su vida se agolparon a fuerza en su mente, todo un conglomerado de  sucesos extraños y cotidianos, que finalizarían quizá en lo mejor que le había pasado en toda su existencia, haber traído al mundo a su hija, su pequeña Julia; cómo la iba a extrañar, suspiró entre lágrimas.  El gran pájaro siguió cantando mientras alzaba el vuelo y se perdía en el horizonte, buscando los últimos vestigios de luz en un sol que ya agonizaba.  Aquella imagen diáfana, casi etérea, en medio de la tragedia fue la que quedó grabada en la mente de Libia antes de perder la razón para siempre.


Cuento publicado en la Revista Axxón, edición 282

Comentarios

Entradas populares de este blog

Aguafuerte. Un cuento de Rubén Darío

De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamar...

El vaquero que no mentía jamás. Un cuento de Alfred de Musset

Había una vez un hombre que poseía un gran hato de vacas. Cuidaba de este un pastor que tenía la reputación de decir siempre la verdad. Un día que el pastor bajó de la montaña, el patrón le preguntó:   -¿Cómo siguen las vacas?  -Unas rollizas y otras flacas.  -¿Y el semental?  -Gordo y espléndido.  -¿Y los pastos?  -Verdes por unos lados y secos por otros.  -¿Y el agua de los arroyos?  -Turbia aquí, limpia allá.  Un día el propietario se dirigía al pastizal. Por el camino encontró a uno de sus amigos que también iba a ver su rebaño.  -¿Por qué llaman a tu vaquero «el hombre que no miente jamás»?  -Porque no ha dicho jamás una mentira.  -Yo lo haré decir una.  -Eso es imposible.  -¿Qué te apuestas?  -La mitad de nuestras fincas.  -Trato hecho.  El amigo del patrón empleó todos los medios posibles para hacer mentir al vaquero. Un día fue a cazar a un lu...

El lienzo. Un cuento de Saki

-La jerga artística de esa mujer me exaspera -dijo Clovis a su amigo periodista-. Tiene la manía de decir que ciertos cuadros “brotan de uno”, como si se tratara de una especie de hongo. -Eso me recuerda la historia de Henri Deplis -dijo el periodista-. ¿Nunca se la he contado? Clovis negó con la cabeza. -Henri Deplis era nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Tras madura reflexión se hizo viajante de comercio. Sus actividades lo obligaban con frecuencia a atravesar los limites del Gran Ducado, y se encontraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegó la noticia de que recibiría un legado de un pariente lejano recientemente fallecido. “No era un legado importante, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó a permitirse algunas extravagancias aparentemente inocuas. En particular, a patrocinar al arte local representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, quizá, el más brillante maestro del arte de...