Eran pasadas las siete de
la noche, cuando la señora Eliss escuchó el chirrido del timbre. Algo en su interior se estremeció, pero en un
instante se calmó y presurosa fue a abrir la puerta. Una sonriente joven
apareció ante sus ojos, diciéndole que había venido por lo del aviso en el
periódico. Amablemente, la hizo pasar, mirándola con cierto recelo. Cerró la puerta con lentitud, dándose cuenta
que ya empezaba a llover.
—Mi nombre es Silvia
Rosales, enfermera profesional. Aquí tiene mi hoja de vida.
Pasaron a la sala,
mientras la señora Eliss hojeaba el documento y le lanzaba miradas furtivas a
la joven, quien despreocupadamente se había sentado en uno de los muebles.
—Está recién graduada —, reclamó la mujer—, necesito a alguien con experiencia.
—Por casi dos años cuidé
a mí madre, quien tenía una enfermedad terminal. Le aseguro que estoy perfectamente capacitada
para el empleo.
De repente, un quejido
prolongado y lastimero interrumpió la conversación entre ambas mujeres,
sobresaltando a la enfermera y crispando los nervios de la señora Eliss.
—Por favor, acompáñeme,
mi padre ya está senil y necesita atención constante —, exclamó, mientras se
dirigían hacia una de las habitaciones por un estrecho pasillo.
Al entrar, la escasa
iluminación no dejaba distinguir casi nada en la penumbra, aparte de la cama y
de algo, como una especie de bulto, que se movía entre las sabanas. Rápidamente, la señora Eliss, salió del cuarto
y cerró con llave tras ella, haciendo caso omiso a los reclamos de la joven. Se alejó de ahí apagando la luz del pasillo y
fue hasta la sala donde también apagó la luz. Temblando, se sentó en uno de los
muebles tapándose los oídos con las manos para no seguir escuchando los
alaridos de terror de aquella pobre infeliz.
—¡Ya estoy harta! —,
gritó ella también—. ¡Ya no puedo seguir haciendo esto!, ¡ya no más!
Ahí, en la oscuridad, algo reptó, acechante, y
se trepó al mueble, justo a su lado. Con el corazón casi rompiéndole el pecho,
sintió cómo un frio aterrador le subía por los tobillos, estremeciendo todo su
cuerpo, y le salía por los ojos en incontenibles lágrimas heladas, tan heladas
como la lluvia que arreciaba allá afuera.
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