A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.
Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.
El
joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el
ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una
página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de
distancia del banco.
El
hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con
galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el
tiempo -ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo- y
luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.
La
muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en
sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.
-Puede
sentarse si gusta -dijo con lenta y llena voz de contralto-. Por mi parte no me
molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de
charla.
El
vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en
seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus
parlamentos.
-¿Sabe
que es usted la mujer más asombrosamente hermosa que he conocido? Me fijé en
usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros
que tiene usted en la cara?
La
muchacha habló con tono glacial:
-Quienquiera
que sea usted, ha de empezar por saber que soy una dama. Le excuso sus palabras
porque, sin duda, son muy naturales en su ambiente. Lo autoricé a que se
sentara a mi lado, pero si la autorización va a constituirme en nena suya,
considérela retirada.
El
joven se expresó suplicantemente.
-Le
pido perdón -a su expresión satisfecha había sucedido otra de penitencia y
humildad-. La culpa ha sido mía -dijo- Ya sabe que hay muchachas en los
parques… Bueno, usted no lo sabe, pero… Porque yo…
-Dejemos
eso. Desde luego, sé lo que pasa con las muchachas de los parques. Pero
prefiero que hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de la gente que va y viene por
estos senderos. ¿Adónde se dirigen? ¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Serán
felices?
El
joven abandonó casi en el acto sus aires de donjuan plebeyo. No sabía el papel
que le indicaba que jugase y lo más prudente era esperar.
-Desde
luego, es interesante examinarlos -respondió, pesando bien sus palabras-. Al
fin y al cabo, representan el maravilloso drama de la vida. Algunos van a cenar
y otros…, a otros sitios. Pero no conocemos sus respectivas historias…
-Yo
tampoco lo sé -dijo la muchacha- y, por otra parte, no soy demasiado
inquisitiva. Si vengo aquÍ es para sentirme más cerca del grande, vibrante y
común corazón de la humanidad. Porque vivo en un ambiente al que no llegan los
latidos de la gente. ¿Comprende por qué deseo hablarle, señor…?
-Parkenstacker
-completó el joven. Parecía animoso y esperanzado.
La
joven alzó el dedo índice y esbozó una ligera sonrisa.
-No.
Lo hubiera reconocido inmediatamente. Es imposible disfrazar el nombre de uno.
La misma cara lo dice. Este velo y este sombrero (que son de una doncella mía y
me proporcionan un relativo incógnito). Sí, ¿verdad? Pues mi chofer, cuando
piensa que no lo veo, me dirige unas miradas… Porque ocurre, sinceramente
hablando, que entre esos cuatro o cinco apellidos que pueden considerarse
incluidos en el santuario de los santuarios, el mío es uno de ellos. Como le
decía, señor Stackenpot…
-Parkenstacker
-corrigió, modesto, el joven.
-Como
le decía, señor Parkenstacker, deseaba hablar a alguien que perteneciese a un
medio natural y no echado a perder por los despreciables matices de la riqueza
y la posición social. No sabe lo harta que estoy de lo mismo. Dinero, dinero,
dinero… Estoy harta también de los hombres que me rodean y que danzan en torno
mío como si fuesen marionetas, todos cortados por la misma tijera. Estoy harta
de los placeres, de las joyas, de los viajes, de la sociedad y de toda clase de
lujos.
El
joven dijo, titubeante:
-Yo
siempre he creído que el dinero era una cosa muy útil.
-Siempre
es útil no ser un don nadie, entre otros. Pero cuando se tienen millones de
sobra… -la muchacha concluyó la sentencia con un ademán de desesperación-. Lo
que molesta -continuó- es la monotonía que encierra. Viajes, comidas, teatros,
bailes, cenas nocturnas, y todo bajo el signo de la dorada opulencia. A veces
casi me vuelve loca el tintinear del hielo en mi copa de champaña.
Parkenstacker
se mostró ingenuamente interesado.
-Siempre
me ha gustado -dijo- conocer estas cosas de los aristócratas y ricos. Debo ser
un tonto, pero, en todo caso, deseo informarme bien de la realidad. Yo creía
que el champaña se enfriaba en las botellas y no directamente en las copas.
La
joven soltó una risa musical de auténtica diversión.
-Mire
-explicó, con tono de indulgencia-, los que pertenecemos a las clases inútiles
fundamos nuestra importancia en apartarnos de los precedentes establecidos. Y
ahora precisamente se ha puesto de moda mezclar el hielo con el champaña. La
idea la dio un príncipe de Tartaria que estaba de paso en Nueva York y que
paraba en el Waldorf. Dentro de poco sobrevendrá otro capricho. Esta semana, en
un banquete en la avenida Madison, a cada invitado se le puso junto al plato un
guante de cabritilla verde para coger las aceitunas.
El
joven admitió con humildad:
-Comprendo.
Esas diversiones especiales de la gente de alta importancia social no llegan a
ser conocidas de las personas de condición modesta.
La
joven se inclinó ligeramente, como perdonando aquel leve yerro.
-A
veces he pensado que, si alguna vez me enamorase de un hombre, había de
pertenecer a la clase baja. De un trabajador y no de un vago. Pero las
exigencias de la riqueza y la casta son más fuertes que mi inclinación. ¿Por
qué le confiaré estas cosas, señor Packenstarker?
-Parkenstacker
-corrigió el joven-. Verdaderamente no sabe lo que aprecio su confianza.
La
muchacha lo contempló con una mirada fría e impersonal apropiada a la
diferencia de sus posiciones sociales.
-A
qué se dedica usted, señor Parkenstacker? -continuó.
-A
algo muy humilde. Pero espero abrirme camino en el mundo. ¿Hablaba de verdad
cuando dijo que preferiría, antes que con otros, casarse con un hombre de
modesta posición social?
-Hablé
de verdad. Sólo que en condicional. Como están un gran duque y un marqués… Sí,
nada me importaría que un hombre fuese muy humilde en su oficio, con tal de que
resultase tal como yo quisiera.
Parkenstacker
declaró:
-Yo
trabajo en un restaurante…
-¿De
camarero? -dijo la muchacha, estremeciéndose ligeramente-. No porque el trabajo
no sea noble, sino porque esos servicios personales, como ayuda de cámara o…
-No
soy camarero; soy cajero en… -señaló un cartel eléctrico que al otro lado del
parque decía RESTAURANTE-. Soy cajero en ese establecimiento.
La
muchacha consultó un reloj de pulsera, de rico diseño, que llevaba en el brazo
izquierdo, y se levantó presurosamente. Guardó el libro en un esplendente bolso
que llevaba suspendido a la cintura y para el que el libro resultaba demasiado
grande.
-¿Cómo
no está usted trabajando? -preguntó.
-Trabajo
en el turno de noche -respondió el hombre- y no empiezo la jornada hasta dentro
de una hora. ¿Puedo verla otro día?
-No
lo sé. Acaso. Pero puedo no volver a sentir este capricho. Esta noche tengo que
ir a una comida, y a la ópera, y… Siempre lo mismo… Si se ha fijado en un
automóvil que espera en la esquina del parque, con la carrocería blanca…
-¿Y
ruedas rojas? -preguntó el joven, frunciendo meditativamente el entrecejo.
-Ése.
Siempre vengo en él y dejo a Pierre esperándome. Cree que he ido de compras a
la tienda de allí al lado. Estas cosas de la vida social nos obligan a engañar
hasta a los chóferes. Buenas noches.
-Es
muy tarde ya -dijo Parkenstacker- y a esta hora hay muchos tipos dudosos en el
parque. Si me permite acompañarla…
La
muchacha dijo firmemente:
-Si
tiene en la menor consideración mis deseos, no se moverá de este banco hasta
diez minutos después de que yo me haya ido. No quiero ofenderle, pero habrá
visto que los automóviles llevan generalmente el monograma de sus propietarios.
Buenas noches.
Y,
rápida y majestuosa, desapareció en la oscuridad. El joven contempló su
graciosa silueta hasta que la vio llegar a la acera exterior del parque,
dirigiéndose a la esquina donde estaba parado, en efecto, el automóvil. Y
entonces, sin vacilar y traicionando lo que le pidieran, se deslizó entre
árboles y arbustos, siguiendo un camino paralelo al de la muchacha.
Al
llegar a la esquina ella se detuvo un instante, miró el automóvil y continuó
andando. Oculto tras un taxi el joven seguía todos los movimientos de su
desconocida amiga. La vio cruzar la calle, llegar a la acera opuesta y penetrar
en el restaurante cuyo cartel le sirviera a él, poco antes, de punto de
referencia. El establecimiento era, desde luego, muy vistoso, con abundancia de
cristal y pintura blanca, y allí se podía comer ostentosamente y por poco
precio. La muchacha atravesó una de las puertas traseras del local y volvió a
salir sin sombrero ni velo.
El
mostrador del cajero estaba muy cerca de la entrada. Una moza pelirroja bajó de
la especie de estrado en que se hallaba la registradora. Miraba atentamente el
reloj. La muchacha vestida de gris ocupó su lugar.
El
joven del parque hundió las manos en los bolsillos y caminó lentamente por la
acera. Junto a la esquina su pie tropezó con un libro caído. Por su llamativa
cubierta lo reconoció como el libro que había estado leyendo la muchacha. Lo
levantó despreocupadamente y observó que su título decía: Nuevas noches árabes,
por Stevenson.
Dejó
caer el libro sobre la hierba y, durante unos instantes, permaneció irresoluto.
Luego entró en el automóvil, se reclinó en los cojines y se dirigió al
conductor:
-Al
club, Henri.
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