El hostelero les ofreció la única habitación disponible, la que estaba en el segundo piso, justo enfrente de la de él. La mujer le dijo que solo estarían tres días y le pagó por adelantado.
-No quisiera ser entrometido, pero… ¿a qué se debe su visita? Este pueblo no es muy turístico que digamos -sonrió el hombre- No tenemos mucho visitantes de afuera.
-Es... Mi hija está un poco enferma -dijo ella, mirándolo de reojo- El médico le recomendó aire puro.
Viéndola más detenidamente, el hostelero se percató que la mujer tenía varias cicatrices parecidas a pinchazos en ambos brazos, como si se hubiera clavado muchos alfileres o agujas al mismo tiempo. Ésta, incomoda, los cruzó y fue hasta las escaleras que daban a la segunda planta.
-Será mejor que subamos. Estamos muy cansadas.
-Si, claro, señora, por favor sigan.
Al llegar a la habitación, el hombre no podía apartar la vista de la niña, quien se había sentado en la cama y con parsimonia y delicadeza desenredaba de su pequeño cuerpo y extremidades su larga extensión de cabello. Aquella trenza debía medir unos dos metro y medio, pensó el desconcertado hombre. Por un momento tuvo la impresión de que aquella cosa se movía por si sola, ahí encima de las sabanas. Sintió un ligero estremecimiento al verse tocado por esos ojos tan negros e inexpresivos de la pequeña.
-Es... muy callada la niña - alcanzó a decir.
-De nacimiento -dijo la mujer- Es sordomuda.
-Eh...bueno, yo las dejo- exclamó presuroso por salir de aquel cuarto- La cena es a las siete en el comedor.
-No se preocupe. No creo que bajemos -dijo ella, mirando por la ventana cómo caía la noche- Ya nos vamos a acostar. Cierre al salir.
-Hasta mañana, entonces, señora.
Al cerrar la puerta, cuando estuvo afuera, pudo escuchar a la mujer como si estuviera regañando a su hija, luego silencio, después susurros y lo que parecía un leve llanto. Estaba pegando más la oreja a la puerta cuando sintió que algo se movía a sus pies. Miró hacia abajo y vio asustado que unos negros cabellos salían por debajo de la puerta. Sin pensarlo dos veces se largó de ahí.
Ya muy entrada la noche, el hostelero daba vueltas y vueltas en la cama sin poder dormir, y cuando por fin se acercaba a alcanzar el sueño, horribles pesadillas lo asediaban. En uno de aquellos agobiantes momentos, se encontró paralizado, incapaz de ejecutar el más mínimo movimiento. Con la respiración contenida, escuchó un sonido extraño, acuciante; algo reptaba en el suelo y subía a su cama. El sudor perlaba su frente al sentir la angustiosa caricia de ese algo en la oscuridad. Luego, una especie de mordisco, ese algo se hincó en su piel, perforando, buscando. Trató de gritar, fue inútil. Antes de quedarse dormido, vio en medio de las tinieblas una figura de mediana estatura, quien con ojos como brasas encendidas lo observaba, impávida, expectante.
El hostelero despertó de repente, bostezó con fastidio al darse cuenta que todavía era de noche. Un ardor en su antebrazo lo hizo incorporar. Se levantó y prendió la luz, percatándose que tenía una especie de mancha abultada y llena de pequeños puntos rojizos que le producían un escozor terrible. De pronto, un grito espantoso, sobrenatural, estremeció las paredes. El alarido pareció provenir de la habitación de las recién llegadas, estaba seguro. Rápidamente salió de su habitación y golpeó con fuerza en la puerta de las extrañas visitantes.
-¡Señora! ¿Están bien?
Algunos de los otros huéspedes llegaron a ver qué pasaba y le preguntaban al hostelero por aquel espeluznante grito.
-No sé qué pasa, la señora no contesta - dijo, volviendo a tocar más fuerte.
En ese momento la puerta se abrió lentamente y apareció la mujer. Tenía el rostro desencajado y la mirada pérdida. En sus manos temblorosas traía un cuchillo goteando sangre.
-Tuve que hacerlo... tuve que hacerlo - balbuceaba
Cuando entraron a la habitación todos quedaron estupefactos. Ahí, en el piso, retorciéndose en su agonía, la trenza mutilada se desangraba a borbotones por el mortal corte del que había sido objeto. La niña, pálida como el mármol, yacía inmóvil en la cama en medio de las ya rojizas y apelmazadas sábanas. Apenas sí respiraba, mientras la vida se le escapaba por cada uno de sus cabellos cortados. Sólo sus ojos seguían fijos, inexpresivos, mirando, mirando.
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