Aprovechando aquel instante fugaz, abrió la caja con un certero movimiento. De pronto, un fulgor incandescente lo envolvió por completo, obligándolo a cubrirse los ojos. Cuando por fin todo acabó y pudo abrirlos, se dio cuenta que la caja había desaparecido. Estupefacto, vio que sus brazos eran delgados, arrugados y llenos de manchas. Estaba tan débil que cayó de rodillas. Se percató, con sorpresa, que una blanca y larga barba le cubría el pecho llegándole hasta la cintura. Ahora, era un anciano decrepito e inevitablemente estaba agonizando. El tiempo, implacable, le había cobrado con creces su osadía. Lentamente, se acostó en el brumoso suelo, preguntándose si esta vez la esperanza sí se había atrevido a salir de la caja.
De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamar...
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