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Mostrando entradas de 2013

El lienzo. Un cuento de Saki

-La jerga artística de esa mujer me exaspera -dijo Clovis a su amigo periodista-. Tiene la manía de decir que ciertos cuadros “brotan de uno”, como si se tratara de una especie de hongo. -Eso me recuerda la historia de Henri Deplis -dijo el periodista-. ¿Nunca se la he contado? Clovis negó con la cabeza. -Henri Deplis era nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Tras madura reflexión se hizo viajante de comercio. Sus actividades lo obligaban con frecuencia a atravesar los limites del Gran Ducado, y se encontraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegó la noticia de que recibiría un legado de un pariente lejano recientemente fallecido. “No era un legado importante, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó a permitirse algunas extravagancias aparentemente inocuas. En particular, a patrocinar al arte local representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, quizá, el más brillante maestro del arte de...

La Coleccionista

El hombre, con sigilo, se asomó a la entrada de aquella rustica casucha.   La puerta estaba entreabierta. Al interior pudo ver a una mujer alimentando el fuego de un viejo atanor.   Le pareció muy joven para tener las increíbles dotes que muchos alegaban que tenía.   Entra de una vez, le espetó ella.   Sorprendido de que se hubiera dado cuenta de su presencia, obedeció.   ¿Es cierto lo que dicen de ti?, le preguntó con voz temblorosa. Ella le respondió mirándolo con ojos de serpiente a punto de atacar.   Él, tragando saliva, sólo se llevó la mano al bolsillo y sacó cinco monedas de cobre mostrándoselas a la enigmática mujer. Ésta, esbozó algo parecido a una sonrisa. Ya entiendo lo que quieres, le dijo y cogió las monedas.   Con pasos ligeros se acercó a una apolillada mesa y las puso en una pequeña vasija de arcilla.   Luego, de un caldero sacó con un cucharón cierta cantidad de un líquido amarillento y lo vertió dentro de la vasija. Acércate, di...

Aguafuerte. Un cuento de Rubén Darío

De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamar...

A destiempo

Cuando iba caminando por la calle esa fría mañana, Roberto se dio cuenta que se le había quedado la billetera en la casa.   Rápidamente se devolvió corriendo.   Ahora iba a perder más tiempo, se dijo.   Al llegar buscó las llaves en su bolsillo, pero no estaban.   Debió haberlas dejado junto a la billetera, pensó molesto.   Golpeó repetidamente la puerta para que Adriana, su esposa, le abriera.   Al rato vio que una mujer de aspecto soñoliento se asomaba por la ventana, luego la abrió y   le preguntó: -¿Qué desea? -Adriana, ¿me abres? Se me quedó la billetera. -¿Disculpe? – parecía sorprendida. -Que me abras, necesito mi billetera. -Lo siento, debe estar confundido, yo a usted no lo conozco. -Vamos, Adriana déjate de bromas, que tengo afán. -¿Sabe qué?   Deje la broma usted y deje dormir – exclamó, cerrando la ventana. Enfurecido, Roberto empezó a golpear con más fuerza la puerta.   ¿Qué le pasaba a esta mujer? - ¡Oiga!, ¿q...

Umbra

La grisácea superficie donde se encontraban invitaba a seguir la caminata.   Abuelo y nieto se deleitaban admirando la oscura inmensidad de la bóveda celeste, rasgada de vez en cuando por el fugaz centelleo de un meteoro furtivo.   El anciano, agradecía el que aquella enorme y transparente cúpula que cubría a la ciudad, no se empañara nunca y así poder seguir admirando la belleza de aquel espacio infinito.   El niño, embelesado, trataba de contar cuantas estrellas alcanzaba a ver.   De pronto, su curiosa mirada se detuvo en la rojiza brillantez de un cuerpo estelar que le ganaba en tamaño a los demás. -¿Por qué está rojo? – preguntó el niño, señalando hacia arriba. -Ah, te refieres a Umbra.   Ese es nuestro satélite, y el color es debido a que toda su corteza y las capas profundas se desprendieron cuando sucedió la gran hecatombe, quedando sólo su núcleo, que es muy caliente.   Es como un pequeño sol. -¿Qué es hecatombe? -Una hecatombe es una terr...

La Magua

Le habían dicho que no fuera. Haciendo caso omiso a las innumerables advertencias que escuchó, esa noche salió acompañado sólo de una afilada luna menguante, cuyo reflejo era más bien un suspiro.   Siguiendo el hipnótico fulgor de un puñado de luciérnagas que le precedía, se internó en el monte.   Sin importarle el implacable apetito de aquellos zancudos que parecían murciélagos,   continuó firme en su camino.   Debía llegar a la ciénaga. Ahí a la medianoche salía la Magua y tenía que verla.   Al cabo de un rato se dio cuenta que las luciérnagas se habían ido; la ciénaga estaba frente a él, extensa, revestida por aquella fosforescencia sobrenatural que la noche le brindaba.   Se acercó a su orilla y gritó a todo pulmón: “¡Magua!” Nada.   Volvió a gritar aquel nombre prohibido.   Un viento frío que le llegó a los huesos fue la única respuesta que obtuvo. Cuando se disponía a irse un movimiento en la tranquilidad del agua llamó su atención. ...

Todo un personaje

Nací con la incertidumbre abrazada a mis pies.   No sé si debería decir nací, pues en mi caso el significado de esa palabra en sí misma no sería la más adecuada.   O mejor debo decir aparecí.   No. Mejor dejémoslo así, unas líneas más abajo usted sabrá el por qué, y cuando digo usted me refiero a usted, el que está leyendo esto.   El hecho de no tener control sobre mis propios actos, sobre mi vida   (no sé si esto sea vida), me desequilibra   totalmente.   Es más, hasta cierto punto, noto que mis sentimientos no son del todo míos, la mayor parte pertenecen al que escribe estas palabras.   Sí.   A ese, al manipulador de ideas y pensamientos, al que juega con mi existencia y me hace cometer actos que no quiero hacer.   Sí, porque en el fondo muchas veces no estoy de acuerdo con él.   Reconozco que hay algo de originalidad en su forma de escribir, pero eso no le quita la indolencia ni la frialdad con que resuelve hechos que a veces se...