Su sombra acartonada era mucho más humana que él mismo, hasta tenía aquel brillo especial de su sonrisa; algo que ya parecía un gesto olvidado, relegado al más oscuro recoveco de su mente. Caminaba como un autómata por una de las lúgubres calles de aquella ciudad desahuciada, sin importarle la tenue llovizna que caía, lo que ya era una húmeda costumbre nocturna. Eran más de la diez de la noche, y el ansía agobiante que palpitaba en sus entrañas comenzaba a reclamar por lo suyo. ¿Por qué?, se preguntó con una mezcla de terror y placer, ¿por qué su destino era aquel? ¿Por qué debía soportar aquella necesidad insaciable, esa búsqueda asfixiante de una paz interior que no podía alcanzar? Un sudor pegajoso comenzó a empaparle la frente, la sangre galopaba enloquecida por sus venas y un imperativo clamor salía por cada uno de sus poros. Necesitaba a alguien, necesitaba la tibia cercanía de un ser humano, deseaba sentir el latir ...
A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía. Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba. El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco. El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo -ese manido tema que ha causado tantas infe...